Responsabilidad

Las miserias del mundo están ahí, y sólo hay dos modos de reaccionar ante ellas: o entender que uno no tiene la culpa y por tanto encogerse de hombros y decir que no está en sus manos remediarlo —y esto es cierto—, o bien asumir que, aun cuando no está en nuestras manos resolverlo, hay que comportarnos como si así lo fuera.



jueves, 10 de junio de 2010

Colocó sus manos sobre la fria verja metálica que se extendía a lo largo de todo cuanto podía observar. Como cada tarde desde que recordaba, hundió la barbilla en el frío tacto del alambre oxidado y esperó. No se escuchaba nada. Nada al otro lado. La extensa llanura de arena y barro le devolvían destellos pardos reflejados en los charcos.
Esa tierra que lo ocupaba todo frente a él no parecía ser la misma tierra que pisaban sus pies. No parecía lógico que el mundo exterior estuviese hecho de lo mismo. Se inclinó despacio y arrodillándose en el suelo recogió en su mano un poco de arena. La amantuvo quieta mientras sentía el tacto áspero y caliente en su piel. La cantidad suficiente. Podía relajar los dedos sin que ésta se le cayese y al mismo tiempo sentirla plenamente llena. Así conseguía sentirse parte del mundo.
A veces se levantaba sobresaltado al creer escuchar cómo se resquebrajaba la tierra bajo sus pies. El trocito de mundo que le había sido asignado comenzaba entonces a flotar en el mar alejándose de la orilla.
Jamás dejaba de sentirse solo. Perdido en un mundo que no le quería. Olvidado. Observó el lento descenso del sol a su frente una vez más y se sintió abrumado por tanta belleza. Un dolor inmenso e inexplicable recorrió aquel cuerpo joven, inocente.
Como un ser alado desconocido y oscuro decidió posarse en su pecho. Pero sus garras lo asfixiaban y su aliento hacía crecer la angustia brutal del que no se siente libre. Un cuerpo que una y otra vez es golpeado contra el muro invisible del odio.
Quiso apartar de su cabeza aquellos pensamientos...
La luz anaranjada del último sol comenzaba entonces a chispear, se convertía mágicamente en las ultimas luces abandonadas en las cuerdecillas que pendían de los altos balcones en los días de festividad. Aquellas que el alcalde olvidaba retirar en meses, porque lo transportaban al recuerdo de noches bañadas en licores tan exquisitos como prohibidos por el divino Alá, en mujeres danzando suavemente tras hermosas túnicas de fiesta, delicadamente bordadas para la ocasion; en niños despreocupados e inocentes que corrían hasta agotarse buscando desesperados los gruesos tobillos de sus madres, un lugar seguro donde esconderse.
Recordó las viejas canciones y se alegró al constatar que recordaba cada sílaba. Hacía tanto tiempo que no cantaba!